13 marzo 2019

Relato de una breve estancia en una aldea hani


Las aldeas hani del condado de Yuanyang son lugares que conservan mucho de la vida de antes. El dueño del hostal donde nos alojamos nos explicó nada más llegar que el desarrollo apenas ha tocado aquellas zonas, que la gente de allí no habla mandarín, que muchos ni siquiera saben leer o escribir y que no han tenido más educación que la que han recibido en casa. Una educación basada en la tradición y en los conocimientos y creencias pasados de padres a hijos a lo largo de varias generaciones.
Parece que, ahora, esas aldeas comienza a crecer en algunos sentidos, aunque a un ritmo muy lento, a diferencia de lo que sucede en otros lugares del país. El hecho de que haya varios hostales por allí parece un indicio de que la economía de la zona mejorará pronto. El lugar empieza a atraer a turistas de todas partes (nacionales e internacionales) y eso supone trabajo para el pueblo. En el propio hostal había empleada gente de allí y nosotros mismos comprábamos comida y bebida en las tiendecitas del lugar, no solo en el hostal, para poder beneficiar un poquito a todos y ganarnos la confianza de la gente, algo que no fue nada fácil...




Allí todos parecían desconfiar del turista, sobre todo del turista no chino. Se mostraban muy distantes y nos miraban con desconfianza, incluso tal vez algo de temor. Una actitud que hasta ahora no había presenciado nunca en China, ya que en todas partes la gente parece querer acercarse, charlar o sacarse fotos con nosotros. El hecho de que no hablasen mandarín dificultaba el acercamiento también por nuestra parte. La situación a la que me enfrentaba era nueva para mí y he de admitir que me pilló por sorpresa, así que durante las primeras horas que pasé en la aldea me limité a observarlo todo con cuidado y con miedo de meter la pata de alguna forma y que los locales acabasen echándonos de allí por “laowais”. Acostumbrada a hacer lo contrario, me incomodaba estar en un lugar nuevo en el que apenas podía interactuar con la gente.  La situación al principio fue compleja, pero, al final, con paciencia, conseguimos romper esa barrera o, al menos, minimizarla.


La distancia no existía solo con la gente mayor, aunque con estos era especialmente fuerte. Los niños al principio también se mostraron algo desconfiados y cuidadosos con nosotros, mirándonos con timidez y manteniendo una especie de distancia de seguridad impuesta por los mayores. Eran muy llamativos los diferentes niveles de apertura que se percibían según la generación a la que intentábamos acercarnos: abuelos, padres, niños. A los mayores era casi prácticamente imposible sacarles una sonrisa o robarles una mirada, mientras que con las otras dos generaciones la barrera parecía ser más franqueable y aprovechamos esas grietecillas para llegar hasta ellos.
Después de unos días allí, la confianza de los más pequeños nos la ganamos con creces (y ellos se ganaron la nuestra) y, a través de ellos y todo lo que nos contaron y enseñaron pudimos aprender mucho sobre el lugar.
He de decir que con estos niños de entre 6 y 12 años mantuve algunas de las mejores conversaciones que he tenido en mucho tiempo. Conocían poco sobre el mundo en algunos aspectos, pero nos daban mil vueltas sobre otros, a pesar de su corta edad.

Rodeada de mis nuevos amigos.

Los mayores parecían querer tenerlos atados a la costumbre y se ponían alerta cada vez que nos veían hablar con ellos, como con miedo a que les dijéramos algo que no debían escuchar. Sin embargo, los niños, como los niños de cualquier parte del mundo, tenían curiosidad por lo desconocido y parecían querer abrirse lo nuevo y empaparse de lo que llegaba de fuera.

Tan solo hace 7 años que existe el único colegio de la zona y supongo que aún las lagunas educativas son bastante importantes. También se notaba en su nivel de mandarín, que a veces era incluso inferior al mío. Sin embargo, me alegró ver que al ser la primera generación del lugar que crece aprendiendo la lengua estándar del país, contarán con oportunidades con las que no pudieron contar sus padres o abuelos.

La vida del lugar es extremadamente humilde, pero tienen algo que nos falta a muchos de nosotros y es una profunda conexión con todo lo que les rodea, con la naturaleza y con la vida que viven. Aunque las nuevas tecnologías han llegado hasta allí -como lo han hecho a casi cualquier rincón del mundo- no vi a un solo niño con un móvil en la mano. En aquel momento los niños tenían vacaciones y se pasaban el día corriendo y jugando por la aldea (eso sí, ¡sin ningún tipo de precaución higiénica!), valiéndose únicamente de su imaginación y de la compañía de los demás para entretenerse.

Los niños de la aldea nos habían conquistado y nos pasamos horas jugando y charlando con ellos bajo las miradas desconfiadas de los adultos del pueblo, que fueron relajándose a medida que pasaba el tiempo y comprobaban que no suponíamos ningún peligro. Nos fuimos de aventura por los arrozales, jugamos a las cartas, a las palmas, nos enseñaron sus juegos favoritos y les enseñamos los preferidos de nuestra infancia, dibujamos, hablamos sobre sus clases, sobre el lejano país del que veníamos y sobre mil cosas más... Parecía que se habían encariñado de nosotros tanto como nosotros de ellos y comenzaron a llevarnos regalos a la puerta del hostal, como pulseritas hechas con cuerdas o pegatinas que guardé con cuidado en el interior de mi diario de viaje. Nosotros, de recuerdo, les dejamos una baraja española que parecía haberles gustado.

Aprendiendo juegos nuevos en la plaza del pueblo.

Por supuesto, unos pocos días, por muy bien aprovechados que estuvieran, no fueron suficientes para comprender a fondo la situación de un lugar y su historia. Pero me encantó poder conocer y acercarme (un poco) a esta cara de China. Eso y el inexplicable cariño que cogimos a esos niños en tan poco tiempo nos dejó con ganas de regresar allí en alguna futura ocasión, a pesar del tortuoso viaje.
Una de las pequeñas se despidió de nosotros diciendo: "podéis volver mañana o pasado si queréis, yo voy a estar aquí todos los días". 

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