La
primera (y única) vez que asistí a un espectáculo de ópera china
fue durante mi
viaje a Pekín.
Por supuesto, había oído hablar de la archifamosa ópera de Pekín
y sabía de su valor cultural (nada más y nada menos que Patrimonio
Cultural Inmaterial de la Humanidad), por lo que no podía marcharme
de la capital sin haber visto uno de estos espectáculos. En España
no veo óperas todas las semanas, pero es un arte que me gusta y
disfruto, incluso sin ser experta en el tema. De hecho, hasta el
nombre lo tengo de ópera por cortesía de mis padres, quienes
decidieron que me pegaba el nombre de la obra Aida, de Verdi.
Pero
claro, una cosa son nuestras óperas europeas y otra muy distinta las
óperas chinas. Yo no lo sabía cuando saqué las entradas para la
función, pero lo que iba a ver en aquel escenario de Pekín no tenía
nada que ver con Verdi. Cometí un error muy grande y, con seguridad,
muy común entre los extranjeros que pasan por China: entrar a ver
una ópera china sin conocer el tema a fondo.
El
espectáculo duró cerca de 3 horas y, aunque al principio me resultó
interesante, al cabo de un rato la experiencia se tornó un tanto molesta. El
vestuario, gestualidad o maquillaje me fascinaron (y extrañaron), pero la
música no me produjo ningún placer o emoción, algo que considero fundamental
cuando me enfrento a cualquier tipo de arte. Es más, me desagradaba, me
resultaba irritante y terminó levantándome dolor de cabeza.
De
vez en cuando lanzaba miradas a mis compañeros, sentados junto a mí,
para ver si yo era la única con unas ganas tremendas de que aquello
terminase. Me consoló descubrir en sus caras la misma expresión que
yo debía tener en la mía. ¿No nos habríamos confundido de
espectáculo? ¿Sería de verdad aquello la famosa ópera que tanto
habíamos oído mencionar? ¿Habríamos ido a dar con la peor
compañía de ópera del país? Salí de la sala muy confundida, con
un puñado de fotos en la cámara como prueba de que había visto una
ópera china y jurando que no volvería a sufrir la experiencia ni
aunque me pagasen.
Después
de aquel viaje, estando aún en China, me puse a investigar un poco
más sobre el tema. Algo dentro de mí me decía que el problema no
era de la ópera de Pekín, sino de mi ignorancia y que, por tanto,
mi crítica era de lo más injusta.
Fue
así como empecé a conocer los entresijos de este arte escénico.
La
ópera de Pekín, surgida en el siglo XIX, es un género de Xuqu, el
arte teatral más importante en China. En mandarín la ópera de
Pekín se conoce como “jingjù”. El “jing” hace referencia a
su lugar de desarrollo: la capital. El “jù” es lo que nosotros
traducimos, tal vez erróneamente, como ópera.
Digo erróneamente porque para mí la ópera es un
género de clara tradición occidental; aplicar el término a este
arte teatro-musical chino no es del todo acertado, ya que los
elementos comunes entre ambos son, en mi opinión, pocos. Para que me
entendáis, es como si los europeos llamásemos taichi a la gimnasia
o kungfu al boxeo.
Se
caracteriza por combinar diferentes elementos y destrezas tales como
el canto, el recitado, la literatura, la danza, el folklore, las
artes marciales, acrobacias, la expresión corporal… Sin embargo,
esa miscelánea se convierte en un todo, en una masa homogénea
formada por todos esos elementos que dota al espectáculo de una
uniformidad muy característica.
Existen
4 tipos de personajes en estas obras: el sheng (personaje masculino),
el dàn (personaje femenino), el jìng (el hombre de la “cara
pintada”) y el chou (el gracioso o bufón). Cada uno de estos
cuenta con diversas subdivisiones, dependiendo de cuál sea la edad
del personaje o, por ejemplo, el carácter.
El
buen trabajo de los actores es vital para que una ópera china sea
exitosa. Esto se debe a que la mayor parte de los elementos de este
arte están establecidos de antemano de acuerdo a un código
inamovible. Es decir, hay ciertas reglas que deben respetarse sí o
sí. La misión de los actores es sacar adelante la obra siguiendo
ese código, de sobra ya conocido por todos los espectadores (excepto
por los guiris infiltrados en la sala). Los actores tienen que poner
especial atención a su expresividad corporal, ya que en muchos
momentos esta va a suplir la carencia de ciertos elementos en el
escenario (puertas, ventanas, caballos, escaleras…). El movimiento
de las manos o cabeza, el tipo de pasos o la posición del cuerpo
dirán mucho más que sus palabras en multitud de ocasiones.
Podríamos
decir que las historias son predecibles, aunque esto no es del todo
cierto. Lo que sucede es que se trata de historias conocidas ya por
casi todos los chinos, por lo que decir que van a la ópera para ver
qué se les cuenta no sería cierto. Lo importante de este arte no es
la historia en sí, sino el cómo se cuenta esa historia. Esto
reafirma el hecho de que todo el peso de la obra recae sobre los
actores, ya que es a ellos a quienes el público va a juzgar: su
talento artístico, su expresividad, la elegancia de sus movimientos,
el ritmo de sus voces… Por ejemplo, aquí todos sabemos lo que
sucede en la historia de Romeo y Julieta, por eso, cuando vamos al
teatro a al cine para ver una nueva adaptación de esta no
pretendemos que la trama nos sorprenda, sino que los actores
representen los papeles de forma apropiada, ya que, por muy sublimes
que sean la escenografía o los efectos especiales, si no hay una
buena representación de los personajes saldremos descontentos de la
sala.
Como
ya he mencionado, algo que resulta atractivo incluso a los poco
entendidos es el vestuario y el maquillaje. El maquillaje se aplica
sobre el rostro de los actores con diferentes diseños y colores
(exigidos por cada personaje), dando la sensación de que el actor
lleva una máscara sobre su cara. Cada color tiene un significado:
mientras que, por ejemplo, el color rojo va ligado a una actitud
valiente y leal, el color blanco cubrirá la cara de un
personaje astuto y mentiroso.
El
vestuario llama la atención por sus telas y atrayentes bordados de
colores. Algo muy interesante respecto a este tema es que el
vestuario mantiene siempre los mismo estilos, independientemente de
la época en que se desarrolle la historia o de la estación del año
en que tengan lugar los sucesos. Dependiendo de cuáles sean sus
roles en la obra, los actores utilizarán en total 5 estilos, todos
ellos basados en los ropajes de la dinastía Ming.
Lo
cierto es que, visto desde el punto de vista del teatro occidental,
esto de los códigos es una ventaja, ya que en este sentido no tienen
que preocuparse por los anacronismos o la falta de coherencia.
Además, a los espectadores les resulta fácil identificar a los
personajes en todo momento.
Por
contraposición a todo esto, lo que más nos irrita de este tipo de
ópera es el canto, agudo, estridente, chillón. Y, sin embargo, esta
es uno de los elementos más apreciados por los espectadores chinos y
que más dificultad conlleva para los actores. El concepto de ritmo
juega un papel importantísimo en este apartado. El canto de los
actores se acompaña por una pequeña orquesta, cuya música se va a
fundir en muchos momentos con la voz de los personajes.
Se
podrían contar cientos de cosas más sobre este arte, pero no
pretendo hacer un análisis exhaustivo del tema, sino mostrar una
imagen muy general del asunto para los que nunca han visto una ópera
china, para los que planean hacerlo algún día o para los que ya lo
han hecho y salieron horrorizados de la sala. Yo aún estoy
aprendiendo sobre cómo ver uno de estos espectáculos, pero hace ya
tiempo que me quedó claro cómo no hacerlo. No se puede entrar a ver
una ópera china esperando encontrar algo parecido a La
Flauta Mágica de
Mozart, porque el trasfondo cultural que hay tras una y otra es
demasiado distante.
No
mucho después de haber vivido la experiencia, me di cuenta de que
entrar en aquel teatro de Pekín no solo me había empujado a
descubrir lo fascinante de las óperas chinas, sino que me enseñó
una de las cosas más importantes que aprendí durante mi estancia en
el país: que nunca debemos juzgar sin conocer y, menos aún,
criticar otras culturas comparándolas con la nuestra.
Ahora
estoy deseando volver a China para disfrutar de la belleza de este
arte que en su día no supe o, más bien, no pude apreciar.
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