24 octubre 2018

La niña que nos robó el corazón


Conocí a esta niña en un pequeño y precioso pueblo de Yunnan. Su madre tenía en el mercado un puesto de liangmian (tallarines fríos), patatas especiadas y otras cosillas para picar. Un día en el que me moría de hambre me acerqué por allí en busca de algo para comer, y la pintaza que tenían estos tallarines me convenció, así que pedí una ración. La mujer resultó ser amabilísima y, mientras aderezaba mis tallarines con todo tipo de especias y salsas varias, empezamos a entablar la típica conversación sobre mi lugar de procedencia, cuánto tiempo íbamos a quedarnos por allí y dónde había aprendido a hablar chino. Y fue entonces cuando por detrás de su madre asomó la cabeza de la niña, que desde el primer minuto se mostró de lo más charlatana y me interrogó sobre mil cuestiones. Aquel día todo se quedó en una conversación animada sobre todo un poco y me despedí de ellas para seguir visitando el lugar.



Al día siguiente, animé a mi compañero de viaje a que viniese conmigo a probar aquellos tallarines tan ricos, así que de nuevo nos plantamos en el mercado con el estómago vacío. Allí, la niña, nada más escucharnos, volvió a asomarse por detrás del puesto, dispuesta a mantener otro rato de charla con los extranjeros. Su madre, al ver lo entretenida que se estaba poniendo la conversación, nos invitó a pasar y a sentarnos con ellas. Y así fue como empezamos a conocer mejor a esta niña de curiosidad infinita. Sus preguntas saltaban de un tema a otro sin parar. Nos quedamos allí un buen rato charlando y comiendo los exquisitos tallarines de su madre, rodeados ya por otros niños que se habían arrimado al ver que los extranjeros entendían mandarín.
Cuando terminamos de comer, ya nos habíamos quedado prendados de aquella niña con ojos llenos de luz que nos contaba tantas cosas sobre su pueblo, que escuchaba nuestras palabras con una madurez envidiable, y que hacía reflexiones dignas de un anciano sabio. 
Y fue entonces cuando nos invitó a pasar la tarde con ella por el pueblo. Es más, insistió en que nos quedásemos más tiempo allí, que podíamos pasar más tiempo con ellas, que podía enseñárnoslo todo. Y entonces, de forma totalmente inesperada, iniciamos con ella un intenso debate sobre nuestro plan de viaje. Nos repitió una y otra vez que ese era el mejor sitio en el que podíamos estar y que, además, en unos días habría un festival muy especial. Todos nuestros planes eran para ella mil veces peores que el de quedarnos allí. ¿Para qué ir a otros sitios estando ya en un lugar tan bonito? Hablaba con tanto amor sobre su pueblo, razonándolo todo con tanta inocencia y madurez al mismo tiempo, que nosotros, que ya cargábamos con nuestras mochilas en la espalda listos para ir hacia otro lugar, acabamos convencidos de que ese era el único sitio donde debíamos estar. Sin pensárnoslo más, cambiamos nuestros planes. 
Así, lo que iban a ser un par de días en aquel pueblecito, se convirtió en una semana entera. Disfrutamos de cada rincón acompañados por la niña y su séquito de amigos, recorriendo cada callejuela con los mejores guías que podíamos tener. 
Cada día, desayunábamos unas esponjosas tortitas y leche de vaca con sabor a leche de vaca que preparaba una señora anciana de lengua ininteligible. Nos alimentábamos a base de tallarines fríos, brochetas de pollo, patatas sazonadas, ciruelas impregnadas en miel y liangfen (una pasta muy consistente hecha de almidón). Y por las tarde, merendábamos deliciosos yogures naturales o zumos de frutas de todos los sabores.
La niña nos enseñó y nos contó todos los secretos de su pueblo y de las gentes del lugar. Nos enseñó las flores, los peces, los bichos y la fuente con el agua más rica que había en kilómetros a la redonda (nos costó horrores hacerle entender que nosotros no debíamos beber agua de allí porque podía sentarnos mal). Nos contó historias divertidísimas, como la del señor cabrero que estaba tan loco como una cabra. Y nos presentó a un montón de gente, como la señora que hacía miel, a sus tíos o a los dueños de un modesto restaurante donde hacían una maravilla de platos y donde el último día acabaron invitándonos a un té.
Gracias a ella, en una semana conseguimos sentirnos anclados a ese pueblecito, que la gente nos saludase por la calle, y que nos diera una pena inmensa tener que marcharnos de allí.
Cuando llegó el día de la inevitable despedida, casi se me escapan unas lagrimitias. ¡No quería marcharme de allí! La niña vino con su madre a decirnos adiós y nos invitaron a que las visitáramos de nuevo al año siguiente. A modo de despedida, me regaló una rosa roja que había cortado de su jardín. Yo, que no llevaba demasiado encima, solo pude regalarle una pulserita que había comprado semanas antes en Hangzhou. Por supuesto, la rosa se estropeó, pero prensé una de sus hojas en mi diario de viaje para guardarla de recuerdo.
Intercambiamos nuestras direcciones y datos de contacto, y hasta ahora hemos continuado intercambiando mensajes y fotos de nuestra vida diaria, para que tanto ella, como yo, podamos seguir aprendiendo más cosas sobre el mundo.

7 comentarios:

  1. Adivinasquiensoyyojaja24/10/18

    Se me escapan las lagrimitas tb.. Una niña con puro corazón

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  2. Aida que historia tan bonita..Esa niña seguro que os hizo disfrutar de los pequeños detalles de ese pueblo que sin ella os hubieran pasado totalmente desapercibidos..
    Que edad tenia la niña?

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    1. ¡Nos quedó un recuerdo precioso de estos días! Nos íbamos a marchar de allí sin saber que aún nos quedaban mil cosas por disfrutar. Fue una suerte conocerla :) Tenía unos 11 años.

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  3. Pues a mi "sin el casi" se me han saltado unas lagrimitas leyendo esta publicación tan tierna y bien relatada.

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  4. Que historia tan tan bonita....ojalá sigas mucho tiempo en contacto con esta niña...tan maravillosa

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    1. Pues sí, Mamen! Nos quedó un recuerdo tan bonito que me dije: "estoy hay que contarlo en el blog" :) Espero no perder el contacto con ella.

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  5. Linda historia. Gracias por compartirla.

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